08 abril 2011

Tristeza, miedo y ausencia de Dios

Posted by P. Pedro Ayala | 08 abril 2011 | Category: |

P. Jaime Emilio González Magaña S.J.
“Jesús Hijo de David, ¡Ten compasión de mí!” repetía insistentemente mi tía Chelo mientras se preparaba para el encuentro definitivo con el Señor, el gran Amor de su vida. Los ojos de aquella mujer sencilla y buena se movían de un lado a otro como buscando una respuesta a tanto dolor. Mis hermanos y yo vivíamos aquel drama inmersos entre el deseo de que permaneciera entre nosotros y la impotencia creciente ante las opiniones coincidentes de los médicos. Nuestra oración se transformaba en un incongruente grito dirigido a Dios para pedirle que no sufriera más y, al mismo tiempo con la esperanza transmitida por la fe que repetía incesantemente: “Si Tú quieres puedes curarla”. Mi realidad de creatura pobre y limitada vivida como inseguridad existencial se topaba con la grandeza de aquella mujer que una y otra vez repetía: “Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío”. Sentí que mi sacerdocio vivía el efecto de la contradicción de experimentar con angustia lo que querría ser y no puedo; la incongruencia entre lo que digo y hago lo que debería decir y hacer.

Qué enorme impotencia ante una realidad que no podía cambiar; qué dolorosa sensación de inutilidad y pequeñez al constatar que mi teología era infinitamente inferior a la grandeza de la fe de mi tía Chelo que agonizaba. Este nuevo encuentro con la muerte ha producido en mi interior un dolor indescriptible al enfrentarme con mis inconsistencias personales, con mis pasividades más profundas. En primer lugar, una tristeza que se hacía mayor ante la incapacidad de aminorar el sufrimiento. También por no ser capaz de consolar a quienes, a mi lado, esperaban una palabra que les ayudara a entender el misterio. Ha sido una especie de conmoción que no he podido controlar y, sin embargo, me ha ayudado a entender la agonía de Jesús cuando decía que tenía el alma “triste hasta la muerte”. En segundo lugar, el miedo que tenía aquella noche a algo que todavía no había llegado pero sabíamos estaba por llegar. Y como no había llegado todavía, no podíamos hacer nada, simplemente sentarnos a su lado y esperar y compartir su misma oración, en esperanzada agonía.

Hubo también una espantosa sensación de “ausencia de Dios” y, sumido en el cansancio y la sequedad, intenté aferrarme al Padre para que, como a Jesús en el huerto, me ayudase a entender lo que estaba sucediendo. Hubo un atisbo de esperanza cuando comprendí cómo, en medio del dolor, se entregó en completa obediencia a pesar de su soledad y desolación. Sólo de este modo mi ser entiende que el sufrimiento encuentra su sentido en aquél del Hijo de Dios, el Cristo sufriente que ruega al Padre, que confía en su Padre. La cruz en la que muere el Hijo de Dios me anima a pedir la gracia de confiar en que Jesús, el hombre obediente, auténtico y reconciliado con Dios, ha sufrido para que todos nosotros encontremos el camino hacia su Padre. Comprendo entonces que la cruz me transmite un mensaje que podré descifrar únicamente si recorro el mismo camino. Es un hecho que no tiene sentido en sí misma porque choca contra todos los criterios de eficiencia; porque atenta contra nuestra naturaleza humana débil y contradictoria. Tampoco encontraré ningún significado si quiero resolverlo todo desde mis habilidades, mis certezas o el miedo a aceptar la voluntad de Dios, especialmente cuando hace sufrir.

Hoy, a once años de la resurrección de mi madre y cuando Dios se ha manifestado nuevamente en y a través de la cruz con la muerte de mi tía Chelo, quiero pedirle que más que como un obstáculo, abrace la cruz como el náufrago quien no tiene más a que asirse que a ese pedazo de madera del que depende su vida. Le suplico me dé su sabiduría para aceptar lo que no entiendo pero sé que viene de lo alto. Que los planes de Dios no son los míos y que no me toca a mí intentar cambiarlos o criticarlos superficialmente si antes no me descalzado de mis ideas, mis miedos, mis planificaciones... Ante la evidencia del mensaje de la cruz, querría esforzarme por desapegarme de mí mismo y del dolor de haber visto sufrir a quien tanto quiero, para dejarlo todo en las manos del Padre y, como Jesús, orar con más intensidad. Incluso cuando la tristeza, el miedo o la aparente ausencia de Dios, porque no entiendo lo que pasa en nuestra vida; porque se experimenta soledad harta de dolor, sin explicación posible, quiero pedir que el dolor purifique, humanice, que no se

convierta en amargura estéril sino que sepa abrirse, lleno de misericordia y esperanza, para ayudar a cargar las cruces de los demás. Porque Jesús no inventó la cruz sino que puso en ella un germen de amor que lleva a la vida y nos da la posibilidad de compartir esta verdad con los que sufren y lloran.

Currently have 1 comentarios:

  1. Es para mi una de las situaciones más dificiles de afrontar, ya que nadie puede saber el dolor que trae hasta que, le toca vivirlo. Pienso que en escencia es una muestra del significado de la cruz y la confianza en el Padre, en la Divina Providencia, que en nuestra condición humana nos vuelve incapacez de entender, pero si nos prepara para experimentar el abandono en Dios, ahí donde la razón muere y la Fe toma fuerza. Gracias Padre por la reflexión.


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